A lo largo del sendero de nuestra vida se nos van presentando situaciones a resolver y en la actitud que adoptamos ante ellas, si nos sabemos observar, tenemos la posibilidad de conocernos un poco mejor. Por un lado hay seres que tienen por hábito buscar diferentes alternativas cuando deben tomar decisiones y actuar; mientras que otros transitan día a día por los mismos vericuetos mentales, no variando ni de pensamiento ni de camino. Sólo los del primer grupo son capaces de desarrollar la comprensión de quienes los rodean, porque al trabajar consciente o inconscientemente en la búsqueda de alternativas, van volviéndose flexibles, llegando su mente a entender que las diferencias son necesarias para transitar por este mundo manifiesto.
Alexander Graham Bell dijo: «Nunca andes por el camino trazado, pues te conducirá únicamente hacia donde los otros fueron»
Gran verdad. Pero una vez que se llega a esta instancia, donde uno aprende a buscar nuevos senderos para la propia realización, nace una ignota aspiración a convertirnos nosotros en un camino o puente que le permita a otros alcanzar la suya. Ser como lazos de unión entre ellos y sus ideas a realizar.
Lamentablemente hay personas que no pueden llevar a cabo esta tarea, porque viven prisioneros de uno de los peores vicios que padece el hombre: la envidia. La envidia es como un virus silencioso que va carcomiendo el corazón y el alma de quien no esta atento a registrarla. Esta emoción destructiva consume hasta la última gota de serenidad y disfrute en el ser, volviéndolo incapaz de ser artífice de su propia historia, pero no por falta de fuerza o capacidad sino por generar estreches en su visión personal.
Por eso, tener la habilidad de contagiarnos del optimismo de los demás es una de las maneras más sencillas de comprobar nuestra salud mental y emocional. Y si podemos hacerlo cuando nuestras cosas no marchan viento en popa, mayor es el mérito. De esta forma, sin planearlo, tomaríamos el ejemplo de la sabia naturaleza: el mundo entero está sumergido en una gran desolación pero no por eso el sol deja de renacer cada día para cumplir con su función de iluminar y dar calor a nuestra tierra; pues nosotros podríamos hacer lo mismo con las personas, llevándole luz y calor a sus esperanzas y sueños dormidos.
Sumar a nuestras vidas la decisión de ayudar a quienes elijen sembrar en su mundo cotidiano proyectos o sueños atesorados, nos indica que empezamos a ser parte de un camino original. Que la gente venga a contarnos lo que le gustaría ser o hacer es una clara muestra de que sienten que en nosotros se puede confiar. Algo poco usual en la sociedad en la que vivimos.
Pero cuidado, tengan siempre presente que quien anhela «ser camino» sólo debe acompañar al caminante, darle ánimo, ayudarlo en la concreción; pero jamás convertirse en el hacedor. Ésta además es una buena manera de accionar renunciando a nuestro pequeño y «sabiendo» yo, para darle espacio a los únicos y verdaderos protagonistas de la historia: los otros.